sábado, 23 de enero de 2010

CULTURA POPULAR Y POPULISMO

Roberto Rue

Artículo publicado en las actas de las V Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2009. CORAT - U.N.C. y VI Encuentro Interdisciplinario de Ciencias Sociales y Humanas en Córdoba, Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades U.N.C. 2009

La cultura es el repertorio aprendido de pensamientos y conductas que caracterizan a un grupo humano y contribuyen al desarrollo de la vida social. No obstante, es muy frecuente que al término cultura se lo relacione únicamente con las actividades artísticas; confusión que fundamenta la equivocada creencia en que los contenidos de la cultura nada tienen que ver con los aspectos trágicos de ese repertorio como, por ejemplo, las guerras, el capitalismo, el hambre, la ignorancia, la esclavitud, etc. El arte está entre ellos; y aunque solamente es una parte de la cultura, no escapa a las consecuencias de ese lado trágico del repertorio aprendido.
El hombre inventó objetos para hacer más cómoda la satisfacción de sus necesidades como fue, entre ellos, el vaso para beber. Luego buscó embellecerlo, es decir, buscó trascender su valor meramente práctico adjudicándole un nuevo valor de acuerdo a otro orden de necesidades, equiparable tal vez, al lenguaje, al pensamiento abstracto, etc. De esta manera el arte se constituyó en un nuevo recurso de supervivencia, aunque todavía no ha sido lo suficientemente reconocido como una necesidad humana. Y esto no debería sorprender, necesidades tan poderosas como la alimentación no siempre están acompañadas de la conciencia de nutrición.
El valor social del arte está en que le permite al hombre ampliar los horizontes de su sensibilidad. Esto significa, siguiendo con el paralelismo de la alimentación, que aprenda a comer sabiendo elegir aquello que lo nutre. Los hombres inventaron el lenguaje para asegurarse la supervivencia; e inventaron el arte para que cuando les falten las palabras, el silencio no los mate. Sin embargo, la educación de la sensibilidad estética está muy lejos de proteger a los hombres del silencio que los mata. La educación de la sensibilidad a través del arte ha sido casi siempre el privilegio de unos pocos; la gran mayoría, en cambio, ha terminado siendo educada por agentes publicitarios, más interesados en el entretenimiento y el rédito económico, que en perfeccionar los sentidos humanos. A este resultado se lo ha llamado, equivocadamente, cultura popular cuando en realidad se trata de una cultura populista, es decir, aquello que mejor encaja con el estado regresivo en el que se encuentra la sensibilidad del hombre común.
En la sociedad actual existe una permanente actividad artística destinada al consumo masivo, pero no se trata del arte “del” pueblo sino del arte “para” el pueblo, situación que marca la diferencia entre alcanzar la libertad o aceptar el mandato social impuesto por las democracias totalitarias. Bajo estas condiciones el hombre ha perdido bastante su oportunidad de producir todo lo bueno que ha demostrado ser capaz en el terreno del arte. A pesar de esto unos pocos artistas aún producen, pero no llegan tan fácilmente al circuito habitual de difusión. Esto hace que se los vea como una excepción dentro de la sociedad, algo muy alejado de lo que se espera de una sociedad humanista donde “no existirán artistas (excepcionales) sino hombres que, entre otras cosas, se ocuparán también de hacer arte” (Marx, Engels).
La sociedad capitalista ha elaborado un concepto propio del arte; aquel que se ajusta a sus intereses basados en el consumo y en crear hábitos de pensamiento. Los artistas que no responden a ese interés se convierten en una excepción, situación que no tiene su origen en la naturaleza humana sino en la manera que la sociedad organiza el trabajo. Max Stirner decía que si un hombre se distingue entre otros, como puede ser el caso de un compositor, un pintor, etc. “no es de ningún modo porque [es] un hombre, sino porque [es] un hombre único” y por lo tanto nadie puede sustituirlo; en cambio, dice Stirner, para los otros trabajos basta la educación para ejecutarlos. Es evidente que esta opinión está dejando de lado las fatales consecuencias de la división del trabajo; de aquel que es directamente productivo y de aquel que no es directamente productivo (Marx, Engels) y donde no se excluye, aún para este último, la educación. Por supuesto, nadie es sustituible en lo que a personalidad se refiere, pero esto no impide que, en igualdad de condiciones, la actividad artística pueda ser desarrollada por todos los hombres.
El régimen populista no satisface las necesidades humanas; y con la excusa de lo popular, ha ido creando una gran mentira social, cuya verdadera dimensión se corresponde con todo lo que al arte de masas le falta de humano. Las necesidades sociales deberían ser, al mismo tiempo, necesidades esenciales para la vida; pero las sociedades basadas en el consumo han desarrollado la extraordinaria capacidad de crear necesidades humanamente innecesarias. Se ha hecho del consumo puro una necesidad vital, al extremo de confundir el valor de “ser” con el de “poseer”. Así es como muchas personas sinceras llegan a valorarse por lo que tienen y no por lo que son; reconocen en sus posesiones la extensión de su propio ser; y como es lógico suponer, el camino imaginado por ellas para superase no puede ser otro que el del consumo.
En el medio de este desequilibrio social, las clases privilegiadas, que nunca dejaron de reconocer el valor universal contenido en el arte, se apropiaron de él, como lo hicieron con la riqueza. Generalmente el hombre común identifica las grandes obras de arte, y también la actividad intelectual, como algo perteneciente a una determinada elite social. Por esta razón no intenta acceder a su comprensión y se refugia en lo que él cree que es la auténtica expresión de su clase: el arte de masas. Pero, en realidad, no existe el arte elitista, solamente existe un arte al que no tiene acceso la gente común, de la misma manera que no tiene acceso a la buena alimentación, la salud, la educación, etc. No hay arte elitista; hay una elite que se apropió de lo mejor de la producción artística, así como se apropió de la riqueza y de las ventajas que ésta proporciona. La mejor prueba en este sentido es que estas minorías sociales nunca fueron capaces de producir grandes obras artísticas, y que para poseerlas, tuvieron que tomarlas de los otros.
Estas minorías no fueron capaces de crear su propio arte, pero sí supieron interpretar a la perfección las ventajas sociales que el arte podía proporcionarles, y lo tomaron como modelo para la producción destinada al consumo y a crear hábitos de pensamiento. El resultado no fue el arte popular sino el arte de masas. El sistema capitalista fue muy astuto en su estrategia de producción, porque conoce la susceptibilidad que tiene la conciencia a los condicionamientos históricos; y lo sabe por la experiencia adquirida durante tantos años de modelar la opinión pública. Sabe, por ejemplo, que si la calidad de un producto baja progresivamente, con pequeños saltos que estén por debajo del umbral diferencial de la conciencia, se pueden poner los gustos y pensamientos en el límite de lo absurdo. Y lo más importante para su interés es que puede hacerlo sin despertar ninguna sospecha. De esta manera el sistema capitalista espera encontrar al final de su recorrido la “libertad de elección” del hombre común, quien termina sinceramente convencido de que algo es valioso solamente porque a él le gusta (idealismo primitivo); y lo que es peor aún, el hombre común llega a sentir la obligación “moral” de imponer sus propios gustos y pensamientos para el bien de sus semejantes. Esto es lo que llevó a Ortega y Gasset a decir: “el hombre masa te impone su mediocridad”.
A diferencia de lo que ocurre con el arte de masas, al arte popular “no le basta la ‘belleza’, se requiere de un contenido intelectual y moral que sea la expresión elaborada y completa de las aspiraciones más profundas” del ser humano (Gramsci). El arte de masas es cuantitativo (cosificado y despersonalizado), mientras que el arte popular es cualitativo; tiene profundas razones ideológicas vinculadas al progreso social.
El arte destinado a las masas – no el arte popular – ha condicionado los gustos de la sociedad a tal extremo que la elección del consumidor sincero nunca será totalmente libre. En la misma situación se encuentra la “libertad de ideas” en las democracias totalitarias, donde la manipulación de la opinión pública siempre precede y condiciona las formas del pensamiento. Por eso es lamentable que todavía se siga aceptando sin reparos la soberanía de la opinión pública, cuando ésta muchas veces está más cerca de ser una tiranía, por reflejo inconsciente de quienes modelan esa opinión. El ser humano ha sido sometido desde mucho antes de la aparición del capitalismo, y las consecuencias se ven reflejadas en su conducta, de ahí la expresión del rey Salomón: “¡pobre pueblo cuyo esclavo se haga rey!”.
La auténtica revolución social se obtiene alcanzando la educación necesaria para que el hombre común pueda abolir su esclavitud, y cuando le toque dirigir la sociedad, no lo haga como un tirano. Para eso sirve la cultura popular.
Los dueños históricos del poder social han logrado que el concepto de libertad se reduzca a la simple elección de opciones establecidas de antemano por ellos mismos. La sentencia: “dentro de la ley, todo; fuera de la ley, nada” es la expresión resumida de esa voluntad. Una sentencia que refleja la misma voluntad podría ser “el hombre es libre sólo para elegir cómo soportar el hambre”; es decir, la libertad dentro de los límites de la esclavitud, cuando la libertad debería ser la posibilidad de que el hombre elija comer bien todos los días. Con esas expresiones paradójicas los poderosos siempre han intentado evitar las consecuencias indeseables que podrían ocasionarles los pueblos que son conscientes de no tener ninguna libertad. Sin embargo, la verdadera libertad no es la que se impone sino la que se elige; aquella que nos da la posibilidad de negar las pocas opciones disponibles y crear otras nuevas. Esta es la misión esencial de la cultura popular.
La expresión más elaborada y completa de las aspiraciones del ser humano es descubrir cuáles son las verdaderas necesidades sociales; por esta razón la cultura popular nunca debería ser tratada como un “derecho social” sino como una “obligación social”, en el mismo sentido que lo es la educación. Y cuando algunos organismos académicos hablan del “derecho a la cultura”, a pesar del cosificado y despersonalizado estado en el que se encuentran los productos que ofrecen, es una prueba de que se trata de lograr solamente el entretenimiento público, y no la educación de la sensibilidad que facilita el progreso social.
Los medios masivos de difusión, sin excepciones, son la prueba más contundente de la traición al progreso social a través de la cultura. En vez de estar destinados a educar para la libertad, están al servicio de la manipulación de la opinión pública, fundamento de las democracias totalitarias. Los medios de difusión no educan, distraen; ayudan a que el hombre masa pueda “matar el tiempo”, es decir, buscan ponerlo al borde del suicidio social; quieren estar seguros de su indiferencia. Mientras tanto, lo poco y bueno que pueden ofrecer siempre está en los horarios de menor audiencia. Esto último es conocido, incluso por la gente común, y nunca se lo menciona sin un poco de ironía.
Todo lo atractivo y placentero que se encuentra en el mundo biológico es el resultado de un prolijo esfuerzo de la naturaleza que, durante millones de años, ha buscado facilitar la preservación y la evolución de las especies. Se mantuvo la necesidad evitando la indiferencia. Con el arte sucedió lo mismo, y es la razón por la que no se puede imaginar que el arte popular pueda ser reducido a un mero entretenimiento de masas como lo muestra la sociedad capitalista. No se puede confundir la producción artística destinada al lucro y la dispersión intelectual, con el arte que el pueblo es capaz de producir para su propia evolución. La cultura no es lo se les regala a las personas sino lo que se les exige, para que ellas se superen a sí mismas.
La universalidad del hombre se basa en la universalidad de sus necesidades; es decir, independientemente del lugar en el que se encuentre, el hombre necesita comer para subsistir, y comer bien para vivir mejor. Lo mismo se puede decir de los patrones sensoriales; son iguales para todos los seres humanos, independientemente de su cultura. La estabilidad visual de un círculo, por ejemplo, es igual para un hindú como para un esquimal, para cualquier europeo o un argentino, aunque su significación cultural no sea la misma. El éxito que un artista logra en su producción no es solamente el resultado de la experiencia personal; también existen leyes objetivas involucradas en el proceso. En el arte no se inventa, se descubre; principio que nunca debería ser excluido al momento de valorar el fenómeno artístico.
El concepto de objetividad científica ya ha dado bastantes pruebas de su validez epistemológica, sin embargo, las investigaciones sobre el origen de las formas en el arte de masas todavía subestiman lo mucho que se les debe a las estrategias del mercado; se detienen en el efecto sensible de las formas artísticas, sin ubicar las causas que las determinan y que no tienen motivaciones estéticas. Las teorías relacionadas con la música popular casi nunca mencionan el interés comercial oculto detrás de su producción y el efecto devastador que se produce debido a la adaptación casi incondicional de la sensibilidad. Posiblemente estas teorías no son conscientes de esta situación porque ellas mismas fueron elaboradas dentro de un determinado esquema ideológico que acepta, sin discusión, que el valor artístico se define, únicamente, a través del “todopoderoso” gusto personal. No es diferente a lo que sucede con el pensamiento, donde el concepto de “verdad” ha sido reducido a la igualmente todopoderosa convicción personal, como si la experiencia personal fuera autosuficiente en ambos casos. Los gustos y pensamientos “personales” son, generalmente, formas previamente establecidas por la imposición de costumbres, por la limitación en las opciones para elegir, etc.
Sólo para dar un ejemplo cercano y popularmente conocido, se podría mencionar lo siguiente: durante la época del proceso militar argentino, la música folklórica fue promovida de una manera desmedida, por las connotaciones nacionalistas que presupone. En uno de los festivales más importantes de la provincia de Córdoba (Cosquín), el sentimiento nacionalista de “pertenencia” invadía el escenario casi todas las noches. El espectáculo que contaba con el mayor énfasis era la dramatización de la Campaña del Desierto, aquella matanza organizada para exterminar los aborígenes del sur por ser considerados una “raza estéril”; aunque en la oportunidad del festival la intención era justificar las atrocidades cometidas por el ejército contra la sociedad argentina. Pero no se trataba solamente del testimonio público de una cultura represiva. Detrás del escenario, casi en secreto y con la anuencia de un “honorable” miembro fundador del festival (Rubén Wisner), conjuntos folklóricos de muy mala calidad lograban actuar en el horario central del espectáculo, porque venían recomendados por el Tercer Cuerpo de Ejército.
Estos testimonios de la vida social argentina ridiculizan las palabras de Rousseau que dijo “los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para esclavizarse”. Incluso, para afirmar esta idea, él mismo cita lo que Plinio le dijo a Trajano, “si tenemos un príncipe es para que nos proteja de tener una amo”. No es fácil aceptar este pensamiento; y tampoco lo sería para el mismo Rousseau si hubiera sabido que hay sociedades que prefieren a los amos porque son tan inseguras que la libertad los aterroriza.
En aquel momento, además de la especulación económica, la música folklórica era fruto del oportunismo político y social; incluso se había transformado en una ideología reaccionaria encubierta, donde “defender lo nuestro” nunca significaba “primero mejorar para luego defender”. Hoy, lamentablemente, las cosas no han cambiado demasiado y los estilos musicales de este género ya se han alejado bastante de la esencia y calidad de la auténtica música folklórica; ya no es una expresión de la “ciencia del pueblo”, es más bien una “viveza criolla” o una estrategia de ese nacionalismo que ve en el Estado la primera condición del arte, como lo fue durante el régimen nazi.
El alejamiento que hoy tiene la música folklórica no sería un verdadero problema si no fuera que el hábito modifica la percepción. Cuando un mal producto se impone termina modificando la sensibilidad, y después vienen los nuevos criterios de valoración que incluyen esos productos como referencia. Desafortunadamente, la musicología desestima estos hechos y en su análisis se detiene únicamente en el efecto sensible, ignorando las variables económicas y éticas ocultas detrás de la producción musical. Con estas limitaciones el estudio de la música apenas logra ser una “sociología del gusto”, cuando en realidad, el valor artístico no se mide solamente por lo que al sujeto le gusta; igualmente se deben tener en cuenta las condiciones de libertad en las que el sujeto aprende a elegir. Recordemos que la alimentación no siempre está acompañada de la conciencia de nutrición.
La popularidad de un producto artístico no siempre es garantía de buena calidad. Cualquier músico intelectualmente formado sabe, por ejemplo, que la música cordobesa de cuarteto se encuentra en los niveles más rudimentarios de organización sonora, sin embargo, su popularidad crece de manera exponencial. Lo mismo se puede decir de la “cumbia villera”, el “reggaetone” y otros tantos productos destinados al consumo rápido y que no requieren de ninguna educación auditiva. Frente a estos hechos podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la música popular, aquella que busca educar nuestra sensibilidad, casi no existe. Lo que hoy se conoce como música popular, en realidad no lo es; se trata solamente de un producto destinado al consumo masivo; es la estrategia de unos pocos “vivos” que han sabido orientar el gusto de la gente hacia un producto musical de gran rentabilidad económica.
Los compositores que buscan el impacto auditivo de las masas recurren siempre a esquemas aprendidos muy elementales; buscan hacer un “pacto” con los gustos ya adquiridos, gustos que vienen con sus propios vicios y que después condicionan el juicio con relación a la valoración artística. Para entender mejor los riesgos que implica esta lamentable estrategia de producción, basta con mencionar que el oído puede llegar a gustar de los sonidos distorsionados. Y si se trata de las ideas, sucede exactamente lo mismo. El sutil condicionamiento que padece la conciencia del hombre masa, para hacerlo sentir dueño de su razón y controlar su descontento, lo ha llevado a creer que “el pueblo nunca se equivoca”, cuando lo contrario es la verdad. No se equivoca cuando tiene hambre por la falta de alimentos, o cuando tiene frío por la falta de abrigos, pero se equivoca casi siempre cuando indaga sobre las causas que lo llevaron a ese estado. Los hombres, así condicionados, están satisfechos de sentirse dueños de sí mimos pero ignoran que la realidad, aún la de ellos, no les pertenece. Si los hombres pudieran lograr alguna certeza en este sentido, estarían en mejores condiciones para superar la adversidad. Revertir esta situación también es responsabilidad de la cultura popular.
El hombre común sabe que es libre para elegir, pero al mismo tiempo ignora que el pensamiento que dirige su conducta, no ha sido elaborado libremente por él.
El pueblo que busca la transformación social es, al mismo tiempo, la clase que busca reivindicar la esencia humana, por lo tanto merece un arte superior y no esos productos de la sociedad capitalista que anulan la sensibilidad y el pensamiento. El arte de masas deja al hombre en la superficie de las cosas; está hecho con un lenguaje enteramente fácil por falta de profundidad humana; asegura que la comunicación resulte tanto más extensa cuanto más superficial sea su contenido, cuanto más pobres y banales sean sus medios de expresión. Ante este hecho se desata, inexorablemente, el malestar de quienes aman verdaderamente el arte; y muchas veces se interpreta su crítica contra el arte de masas como la exaltación de un arte minoritario y antípoda de ese otro que entiende y busca la mayoría. Y esto no tendrá solución mientras no se examinen las fuentes económicas, sociales e ideológicas del arte de masas en la sociedad actual (Sánchez Vázquez).
Los griegos no creían tener una cultura; para ellos la filosofía, la música, la literatura, eran partes de su vida diaria y no cosas extrañas que debían adquirir (Read). Con el comienzo del capitalismo en la época del Renacimiento, y casi simultáneo con la aparición del Estado, se comienza a distinguir la cultura como un hecho trascendente. Luego, con la revolución industrial y la producción en masa a comienzos del siglo XIX, los hombres dejan de lado el impulso instintivo de construir sus propios objetos. Igualmente, la cultura se convierte en algo aparte y distinto de la vida diaria; es decir, se transforma en un artículo de consumo. Las nuevas normas de utilidad hicieron que la producción tuviera como única finalidad el lucro y no el uso; es entonces cuando la cultura comenzó a entenderse como aquello que se les da a los hombres y no lo que se les exige según sus propias capacidades creativas. Así, la cultura deja de ser un hecho de la vida diaria para convertirse en algo que el hombre puede adquirir, especialmente en sus horas libres: lee libros, asiste a conferencias, va a los museos, etc.
La aparición del Estado coincidió con la aparición del capitalismo. Y esto no fue casual; alguien debía organizar el poder económico. La cultura en la sociedad capitalista produce artículos destinados al consumo con la finalidad de lograr beneficios económicos, los que a su vez producen hábitos de pensamiento; por eso el Estado está muy interesado en proteger la producción cultural a través de un binomio que logre optimizar los resultados en esas dos direcciones. Si desea obtener grandes beneficios, el gasto de producción debe ser mínimo y el consumo máximo, de lo que resultan productos de muy baja calidad y fácil consumo. Quizás la expresión más representativa del pensamiento capitalista sea la televisión. No hay mejor manera de describirla que recurriendo a una enfermedad mental conocida como coprofagia, en la que el enfermo soporta la terrible particularidad de comer sus propios excrementos. Hoy la televisión se ha convertido en el equivalente social de la coprofagia mental; es el medio por el cual se obliga a la sociedad a comer sus propios excrementos.
En la Teoría de la Información se entiende por “ruido” todo aquello que “ensucia” la transmisión de una información (interferencias, señales parasitarias, etc.) pero que, finalmente, no afectan la decodificación del mensaje. Contrariamente, en la transmisión de la información televisiva la “basura” es el mensaje, y el resto, contenidos no muy confiables.
En las democracias totalitarias la cultura tiene la misión de hacer efectivo el mandato social, y un aspecto no menos importante para lograrlo es, entre otros, el deporte. Como siempre, el principio subyacente es ejercer el control. En lo que se refiere al territorio argentino, por ejemplo, los gobernantes saben perfectamente bien que no es igual la sociedad con hambre y “con” fútbol, que la sociedad con hambre y “sin” fútbol. Se repite la vieja estrategia de Vespasiano al construir el Coliseo Romano; o de Hitler, cuando proclamaba un Estado racista donde el deporte tendría prioridad, mientras “el cultivo de las facultades intelectuales [quedaría] relegado a un segundo plano” (Mein Kampf). Sin dudas, ésta es la mejor la manera de conseguir eunucos mentales, es decir, personas absolutamente estériles cuando se trata de engendrar pensamientos y acciones progresistas.
En la cultura argentina el deporte ha logrado alcanzar dimensiones irracionales; y la justificación más frecuente de esta insana desproporción es que el hombre, frente a tanta adversidad, necesita distraerse un poco; sin embargo, lo único que logra con esta distracción es prolongar la adversidad; el hombre, en vez de enfrentarla, se entretiene con otra cosa para olvidarla. Se parece bastante a la solución que muchas novelas conservadoras le dan a la tragedia humana, es decir, salir por el camino de la resignación o la muerte y no la lucha.
Y aquellos hombres que creen estar protegidos por la inteligencia para no ser sometidos por la vulgaridad, deberían tener muy presente que la costumbre es más fuerte que la razón.
La cultura populista y reaccionaria, opuesta siempre a la cultura popular, es distintiva de las democracias totalitarias, donde se busca imponer la igualdad “hacia abajo”. Los movimientos seudo izquierdistas argentinos - esos antiimperialistas que paradójicamente veneran el nacionalismo o le rinden culto al Estado - proponen una cultura “desde abajo”, “desde lo popular”, creyendo que de esta manera se reivindica el valor de lo popular; pero no se dan cuenta de que lo “popular” está fatalmente condicionado por los intereses “de los de arriba”, con lo cual terminan siendo precursores de lo mismo que pretenden combatir. Con razón alguien supo llamar a estos híbridos sociales “izquierdistas de la derecha” (Sartre).
Las democracias auténticas, en cambio, están más cerca de la “dictadura educativa” de Platón porque estimulan imitar de la vida el valor de luchar contra la entropía; buscan mostrarnos que los instintos básicos de supervivencia se prolongan, con el mismo fin, en mejores formas de sensibilidad y pensamiento. En las culturas populistas la libertad se reduce a la posibilidad de elegir entre las opciones previamente establecidas, según ciertos intereses económicos o ideológicos. En cambio la cultura popular, íntimamente comprometida con el progreso social, indaga su existencia desde una visión totalmente crítica, lo que permitirá perfeccionar el concepto de libertad, y seguramente nos hará conscientes de libertades que ni siquiera sospechamos que nos faltan.


BIBLIOGRAFIA

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